Ella
Ella; tenía los ojos grandes, el rostro redondo, un tono de piel que era bastante menor al canela, pero ni tanto para ser pálida, la nariz dotada de hermosura, unos labios en su punto de carnosidad y de labial rosa, su cabello lacio ni tan largo ni tan corto de color negro algo no muy intenso que te hace dudar que es negro –se hizo una cola de caballo sin importarle quien la miraba–; vestía una blusa rosada pastel que traslucía su brasier Animal Print que hacía juego con su bolso del mismo estilo, como de piel leopardo; llevaba una correa delgadita y dorada que rodeaba su abdomen; todo terminaba en un pantalón negro ceñido hasta los tobillos, y zapatitos de igual color con detalles dorados. No pasaba de los 25 años, pero tenía el semblante que reflejaba madurez y seriedad; una voz –linda y suave– surgió cuando contestó su smartphone –todas tienen uno–; de repente una sonrisa de aquellas, que se despertó cuando miró al niño subir con su mamá llevando un globo rojo. Ella estaba sentada.
Yo; solo me había lavado la cara una vez durante el día, llevaba un polo acero desteñido y una casaca negra de capucha, además usaba un jeans de esos que no lavas durante mucho tiempo; y los zapatos negros que llevo para el trabajo. En mi mano portaba una bolsa del supermercado que traslucía claramente el papel higiénico que había adentro, además sujetaba mi celular Samsung blanco de 9 teclas y de funciones básicas, mientras que con la otra me sujetaba del barandal, pues estaba parado.
Dos mundos, de hecho distintos, separados, incomunicados; todo se encerraba en un autobús; todo terminó en la Av. Universitaria.